Discurso del Rector José Antonio Guzmán en la Inauguración del Año Académico 2024

11 de abril de 2024

Rector José Antonio Guzmán C.

La vida académica siempre se ha caracterizado por su alegría. Sin embargo, para nosotros, éste es un momento de pena. Por este motivo, hemos querido, a través de ciertas manifestaciones externas, mostrar nuestro dolor, que se une al pesar de la familia de Catalina, de sus amistades y de toda la comunidad universitaria. Por eso, no leeremos hoy la Memoria de las actividades universitarias del año pasado, ni se pronunciará la lección magistral.

El comienzo de un año académico se asocia normalmente a la esperanza por el futuro. Sin embargo, hoy podríamos preguntarnos: ¿esperanza de qué? ¿Hay razones para tenerla cuando la tristeza nos embarga?

La respuesta es que sí, por varios motivos, comenzando por la convicción que tenemos los creyentes de que la vida, nuestra vida, no termina con la muerte, sino que estamos llamados a trascenderla. Y precisamente en momentos como este es cuando vemos el valor de la virtud de la esperanza. La esperanza se funda también en nuestro caso en el trabajo universitario que se ha llevado a cabo en estos 34 años, y que ha dado abundantes frutos de servicio a la sociedad en docencia, en investigación y en vinculación con el medio. Ciertamente, a lo largo de este tiempo ha habido errores y aciertos. Pero muchas veces hemos sido capaces de aprender de los errores y hemos salido fortalecidos.

La esperanza nos lleva a sacar, de los males, bienes. Este es un tiempo de examen para nuestra Universidad de los Andes. En primerísimo lugar, estamos investigando lo ocurrido para determinar qué errores se puedan haber cometido y poner los medios para que no se vuelvan a repetir. Ya presentamos una primera respuesta a la solicitud de información que nos hizo la Superintendencia de Educación Superior, que agradecemos, porque en este clima es difícil ser escuchados. Sin embargo, no queremos tan solo resolver esta situación, como quien simplemente remueve un obstáculo en su camino. Queremos ver de nuevo y a fondo qué más podemos hacer para conseguir que la cultura del respeto por la dignidad personal, que buscamos que sea un sello que caracteriza la vida en la universidad, impregne todo nuestro quehacer, incluidas las instancias en que los estudiantes desarrollan sus actividades fuera del campus.

A pesar de todos los progresos que se pueden observar a nuestro alrededor, es claro el hecho de que la vida en la universidad es hoy mucho más compleja que cuando se fundó hace 34 años. No me refiero solo a la gestión de una institución considerablemente más grande que entonces, con numerosos programas de pre y posgrado, abundantes regulaciones, altas exigencias de vinculación con el medio y rápidos cambios tecnológicos. También ocurre que los alumnos que entran hoy a la universidad son distintos –con sus cualidades y problemas– y plantean nuevos desafíos. En consistencia con lo que ocurre con el resto de la sociedad, muchos estudiantes tienen hoy una mayor vulnerabilidad. A esto se suma que esta generación ha sufrido los efectos de la pandemia, recibe una gran influencia de las redes sociales, y –lo que es más notorio– se han ido generalizando los problemas de salud mental. Sus capacidades son grandes, y en muchos aspectos tienen ventajas respecto de las generaciones precedentes, pero también requieren nuevos apoyos. Hoy la sociedad espera más de las instituciones de educación. Tenemos una tarea de formación –que no tuvimos en el pasado– de guía, de contención y servicio hacia la comunidad universitaria de la que debemos hacernos cargo.

En la actualidad, las instituciones de educación superior de todo el mundo nos vemos enfrentadas a una dificultad para la que no estábamos preparadas. Sabíamos enseñar e investigar; habíamos agregado a esas tareas habituales las relativas a la vinculación con el medio. Ahora, sin embargo, nos encontramos con requerimientos que significan desempeñar funciones que tradicionalmente estaban entregadas a la familia y las instituciones de salud.

¿Debemos hacernos cargo nosotras, las instituciones de educación superior, de los crecientes problemas de salud mental que enfrenta la comunidad universitaria? Es importante decir que somos testigos de primera fila de la soledad y las penas que sufren nuestros estudiantes. Además, nos damos cuenta de que están expuestos a una cultura exitista que no deja lugar para el fracaso. Y cuando éste viene, cosa que sucede muchas veces en la vida, las personas no cuentan con los recursos necesarios para hacerle frente. En este nuevo contexto, tenemos que discernir con sabiduría hasta dónde podemos llegar, aunque esto signifique un esfuerzo adicional.

En estas próximas semanas estudiaremos otras medidas que podemos tomar para que –sin lesionar la legítima autonomía de las diversas unidades académicas– existan en el campus más instancias de escucha y conciliación que apunten a mejorar la ayuda que debemos prestar.

Hay casos donde se ve claro que existen situaciones negativas. Nunca se justifica, por ejemplo, someter a las personas a tratos arbitrarios. Junto a las quejas legítimas de los estudiantes, se constata una creciente preocupación de los profesores en todos los niveles educativos que dicen que les resulta muy difícil llevar a cabo su misión, porque ciertas prácticas aceptables de enseñanza y evaluación son percibidas de manera equivocada.

El esfuerzo que supone el trabajo intelectual –condición necesaria para prestar un buen servicio a la sociedad– no es algo que se imponga desde afuera, un obstáculo que el estudiante deba superar al menor costo y en el menor tiempo posible, sino un camino de crecimiento, que lo ayude a ser mejor. Es un camino muchas veces difícil. Tenemos que lograr que este empeño formativo sea entendido de manera positiva, como una contribución al mejoramiento personal. Cuando un profesor pide ese legítimo esfuerzo en su tarea docente está dando señales de que respeta al estudiante, de que lo trata como una persona madura, de que confía en él y en su capacidad de superación. Esta tarea sigue una lógica completamente distinta del abuso, que, con el pretexto de enseñar no tiende al crecimiento del alumno sino a su disminución.

El verdadero maestro es aquel que sabe hacer plenamente compatible la exigencia académica con un trato delicado y siempre respetuoso hacia sus estudiantes. Es un arte difícil pero posible. En este sentido, el asesoramiento universitario, la disposición de las autoridades académicas a recibir siempre a quien lo solicite y el trato personal con cada alumno son ayudas muy efectivas para generar este clima de aprendizaje, respeto y confianza.

En estos días también vimos con gran pesar como algunos de nuestros profesores han sido objeto de funas, duros insultos y amenazas de muerte en las redes sociales. La finalidad de conseguir un buen trato no se puede alcanzar con maltrato. Es posible que algunos de ellos hayan cometido errores o incurrido en malos tratos hacia sus estudiantes. La comisión de investigación constituida la semana pasada busca aclarar estos hechos. Por razones de prudencia, los hemos separado de sus funciones mientras dure la investigación. Que no quede duda de que se tomarán las medidas pertinentes cuando la comisión llegue a un resultado, pero sería muy injusto adelantar un juicio.

No puedo negar que me preocupa que se dañe el rol que cumplen los campos clínicos en la formación docente de las carreras de la salud, donde nuestros estudiantes desarrollan sus prácticas e internados. Son espacios fundamentales para la docencia, tanto en ésta como en otras universidades. Allí, los estudiantes aprenden a resolver los problemas prácticos que enfrentarán en su vida profesional. Habrá, ciertamente, cosas que corregir, pero nuestros egresados reconocen que esta experiencia formativa ha sido fundamental para hacer de ellos profesionales competentes, y están agradecidos de la mayoría de las personas que los guiaron en ese período.

El dolor que nos embarga es real, pero no impide que tengamos esperanza. En sus más de ocho siglos de existencia la institución universitaria ha dado muestra de una enorme capacidad de superar los obstáculos. Este momento de adversidad puede ayudar a sacar de nosotros nuestras mejores fuerzas, a corregir errores y emprender con nuevo empeño y más humildad nuestra tarea formativa.

Menciono especialmente la palabra humildad, porque no somos inmunes al peligro de pensar que la cultura del buen trato que nos hemos empeñado en desarrollar durante todos estos años sea un bien ya conseguido, una suerte de patrimonio común a toda la universidad. Los dolorosos sucesos de estos días nos muestran que esto no siempre es así, y que el empeño por promover y asegurar la dignidad humana es una tarea constante en la que hemos de empeñarnos de manera permanente. Y este es también un motivo de esperanza.

Muchas gracias.