En este mes:

APRECIEMOS LOS
LIBROS COMO
OBJETOS

Antes de la invención de la imprenta cada libro era único… En la actualidad, los libros se producen con tanta rapidez y en tal variedad de formatos que quizá no nos detenemos a apreciarlos y a reflexionar sobre su historia, pero ¿cuándo aparecieron los libros?

Escrito por: Paula Baldwin Lind, Instituto de Literatura, Universidad de los Andes.


Irene Vallejo, filóloga española y autora de El infinito en un junco (2019) realiza un recorrido por la historia de los libros y da cuenta de la vida de este fascinante objeto que desde su invención, ha permitido que las palabras hayan viajado y permanecido en el tiempo. En casi quinientas páginas Vallejo se refiere a la historia de los libros, desde su fabricación en todos los formatos a lo largo de casi treinta siglos: libros de piedra, de arcilla, de juncos, de seda, de piel y de árboles, hasta los últimos en pantallas de luz, además de referirse al modo en que estos se fueron almacenando en bibliotecas.

Durante mucho tiempo la literatura fue un arte efímero; en la antigüedad los aedos itinerantes acostumbraban a cantar las leyendas heroicas tañendo su instrumento, pero después fueron sustituidos por los rapsodas, quienes recitaban textos memorizados que solían ser idénticos. Estos poemas y relatos orales carecían de un soporte material.

Una vez que se inventó la escritura a finales del cuarto milenio a. C., la piedra fue el primer soporte de escritura. Luego en el tercer milenio a. C. se utilizaron tablillas de arcilla en Mesopotamia y la escritura en forma de cuña o cuneiforme fue adoptada por los asirios y por los sumerios. En China, en cambio, en el segundo milenio a. C., los libros se fabricaban con láminas de bambú unidas con cuerdas y posteriormente se utilizó la seda, sobre la que se escribía con pinceles.

Otro soporte de los primeros libros fueron los juncos de papiro que hundían sus raíces en las aguas del Nilo. En el tercer milenio a. C. los egipcios descubrieron que con aquellos juncos podían fabricar hojas para la escritura y en el primer milenio ya habían extendido su hallazgo a otros pueblos. Emplearon tintas vegetales que les permitieron ilustrar sus escritos que, además, se podían unir y enrollar para guardarlos en jarras, en cajas de madera, en bolsas de piel o en cestas de mimbre para protegerlos de la humedad. El papiro se elaboraba a partir de una planta acuática, pero paulatinamente comenzó a sustituirse por pergaminos hechos con pieles de animales (corderos, terneros o cabritos) más resistentes y duraderas.

La difusión y conservación de los libros se desarrolló especialmente durante la época helenística con la creación de grandes bibliotecas como, por ejemplo la de Alejandría, que llegó a contener más de 500.000 volúmenes y la de Pérgamo que albergaba alrededor de 200.000 ejemplares. Los libros eran considerados objetos valiosos. Este hecho se refleja en una de las anécdotas que Vallejo relata en su libro. Cuenta la autora que en una ocasión le presentaron a Alejandro Magno un cofre muy preciado del equipaje de Darío. Alejandro preguntó a sus hombres: «¿Qué podría ser tan valioso como para guardarlo aquí?». Cada uno respondió con sus sugerencias: «dinero, joyas, esencias, especias, trofeos de guerra», pero el sabio Alejandro negó con la cabeza y, tras un breve silencio, ordenó que colocaran en aquella caja su Ilíada de Homero, de la que nunca se separaba.

A lo largo de la Edad Media el pergamino fue el material más utilizado para escribir la mayoría de los manuscritos, documentos oficiales, códices, etc.; sin embargo, hacia el siglo XV, este soporte comenzó a decaer frente al auge del papel que era más barato y fácil de fabricar, aunque, como explica Vallejo, la materia prima utilizada para fabricar papel –trapos viejos de lino y cáñamo– pasaba por un largo proceso antes de poder albergar palabras. La tela se sumergía en leche agria o agua de salvado, se enjuagaba, se pasaba a una solución alcalina hecha de cenizas de madera, se volvía a enjuagar, se lavaba y luego se extendía y sujetaba con alfileres en un campo de blanqueo abierto y expuesto al sol. Una vez convertida en ropa, mantelería y ropa de cama, y ​​otros artículos, el material era sometido a innumerables lavados y secados. Al final, los trapos viejos de lino y cáñamo de mejor calidad utilizados en la fabricación de papel eran de muy alta pureza de celulosa, tiernos y de color muy blanco. Después de que trabajadores calificados clasificaban cuidadosamente los trapos y los cortaban en pedazos pequeños se humedecían y fermentaban durante un período de días o semanas para limpiarlos aún más.

En la Europa de los siglos XIII al XV los libros eran como el oro o la plata; se valoraban como un precioso tesoro. En este período los libros se difundían exclusivamente a través de copias manuscritas, realizadas por copistas, que en su mayoría eran monjes o frailes, pero cuando en 1453 nace la imprenta de la mano de Johannes Gutenberg comienza una especie de revolución. Tomando como base las técnicas y procesos productivos que habían desarrollado los chinos y otros pueblos, Gutenberg creó una máquina capaz de hacer a la vez varias copias de un libro (como la Biblia) en menos de la mitad del tiempo que el más rápido de los copistas tardaba en copiar una obra, lo cual permitió que los libros viajaran a diferentes naciones.

Desde ese momento los libros impresos en papel y encuadernados en folios, cuartos y octavos comenzaron a estar disponibles para muchas más personas y se fueron almacenando en grandes bibliotecas hasta llegar hoy a la publicación de libros digitales que podemos leer en variadas pantallas y que nos facilitan el acceso incluso a imágenes de esos primeros papiros y pergaminos que permitieron que las palabras surcaran mares y montañas para llegar a todos los rincones del mundo. Decía Lope de Vega (o a él, al menos, se le atribuye el dicho): «libro cerrado no saca letrado». En este mes de abril celebremos especialmente los libros, abramos sus páginas y asombrémonos de lo que nos pueden decir. Como afirmaba Jorge Luis Borges, muchos siglos después de Lope, «De los diversos instrumentos del hombre, el más asombroso es, sin duda, el libro. Los demás son extensiones de su cuerpo. El microscopio y el telescopio son extensiones de su vista; el teléfono es extensión de la voz; luego tenemos el arado y la espada, extensiones de su brazo. Pero el libro es otra cosa: el libro es una extensión de la memoria y de la imaginación