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DAVID GOLDER

“David Golder”, la primera novela de Irène Némirovsky (Kiev, 1903; Auschwitz, 1942), es, en varios aspectos, sorprendente. Desde luego por el oficio y madurez que exhibe la autora, tratándose de su primera entrega y teniendo entonces sólo 26 años. Hay una precisión, un dominio del tiempo y la imagen, una capacidad de dar con el verbo y el adjetivo justo, que parece obra de un consagrado (por cierto, “David Golder” la consagró…).
La temática, sencilla, sorprende también por el modo cabal en que se la trata: una historia descarnada, sí, pero que se desarrolla con certeza y sin remilgos; lo que la llena de vida. Otra vez, oficio.  Ser capaz de retratar las tenues aunque conmovedoras cuotas de humanidad que, como espasmos, todavía pueden darse en vidas traspasadas por la futilidad y el vacío, por el lacerante egoísmo y la cruel mezquindad, es también cuestión de talento. Un talento exigido y tensionado, puesto a prueba casi al máximo, para dar lo mejor de sí.

Veinticuatro horas en la vida de una mujer

En solo 120 páginas la magistral pluma de Stefan Zweig analiza a fondo la personalidad de un jugador empedernido que llega de improviso a un hotel que colinda con una pensión donde una mujer solitaria, Henriette, lo descubre y se obsesiona mirando sus manos cada vez que hace una jugada. Esta obsesión va acompañada de cierta culpa que domina el resto de la narración, así como el suspenso que se va construyendo página a página hasta llegar a un final totalmente inesperado y trágico. Impresiona cómo Zweig muestra que se puede conocer a una persona sin mirarle a la cara, al menos en un comienzo, por los gestos que la misma hace con las manos sobre el tapete del juego.