Nos reunimos en este claustro para recordar una vez más que no somos meros transmisores de información técnica, gestores de programas, cursos o proyectos de investigación, sino algo mucho más importante: somos custodios de una de las instituciones más vitales para el futuro de la humanidad. Por este motivo, hemos escogido al Cardenal Newman como figura central del claustro. En un momento histórico marcado por la incertidumbre y la fragmentación, es urgente que nos detengamos a reflexionar sobre la profundidad de nuestra vocación universitaria. No estamos aquí solo para instruir, sino para formar; no solo para investigar, sino para servir a la verdad y a la persona.
Quisiera aprovechar esta oportunidad para proponerles, una vez más, un horizonte de trabajo que nos ayude a vivificar el alma de la universidad, que se funda en dos ejes fundamentales: la integración sapiencial del saber y la dedicación personal a cada estudiante, a través de una formación que podríamos llamar tutorial. Para recorrer este camino, acudiré a dos personajes inmensos cuya enseñanza es hoy más actual que nunca: John Henry Newman y Josemaría Escrivá. También recordaré algunas afirmaciones recientes del magisterio del Papa León XIV.
I. La Integración sapiencial frente a la fragmentación
Vivimos en una era de la hiper especialización científica. Si bien la profundidad técnica es necesaria, su nos dejamos llevar por esta corriente corremos el riesgo de convertir la universidad en una “multiversidad” fracturada. El peligro es que el saber se atomice y perdamos de vista el sentido último de la realidad.
San John Henry Newman, a quien con alegría celebramos como reciente doctor de la Iglesia, decía con lucidez que «toda la materia del conocimiento forma en sí misma una profunda unidad, por ser la acción y la obra de un Creador». Para Newman, la verdadera cultura intelectual no es la mera acumulación de datos, sino la capacidad de poseer una visión de conjunto. Él insistía en que el estudiante universitario debía adquirir un hábito filosófico, una mente capaz de ver las relaciones entre las ciencias, de «colocarse a sí mismo y a su propia ciencia» en el mapa general del conocimiento, habiendo tenido «una visión de todo el saber».
Los profesores, estamos llamados a ser artífices de esta síntesis. No podemos conformarnos con entregar parcelas aisladas de verdad. Debemos aspirar a una sabiduría integradora. Como ha señalado hace poco el Papa León XIV, «Cristo no llega como un extraño al discurso racional sino más bien como clave de bóveda que le da sentido y armonía a todo nuestro pensar, a todos nuestros anhelos y proyectos de mejorar la vida presente y de dar propósito y trascendencia al esfuerzo humano». La teología y la filosofía no son adornos del currículo, sino saberes necesarios para que las demás ciencias no usurpen un lugar que no les corresponde al tratar de responder a las preguntas últimas de la existencia.
Una universidad que evangeliza y sirve verdaderamente es aquella que supera el enfoque fragmentario y busca la unidad del conocimiento. Como nos exhorta León XIV, en la universidad «la fe se hace método, la razón se hace hospitalidad y la esperanza se hace gobierno». Es necesario el diálogo entre disciplinas, buscar esa verdad que nos une y a no temer a las grandes preguntas sobre Dios, el hombre y el mundo.
II. La preocupación personal: el estudiante como rostro, no como número
Sin embargo, esta altura intelectual quedaría estéril si no aterrizara en el corazón de nuestra labor: la persona concreta del estudiante. La universidad no es una maquinaria de expedición de títulos. San John Henry Newman lo expresó con una belleza insuperable al definir la universidad como una Alma Mater: madre que «conoce a sus hijos uno a uno. No es una fundición, ni una casa de la moneda, ni una fábrica».
Aquí radica el segundo desafío que les planteo: la revitalización de la formación tutorial y el acompañamiento personal de los estudiantes.
San Josemaría Escrivá, quien impulsó con tanta fuerza la vida universitaria, nos recordaba que «la Universidad no vive de espaldas a ninguna incertidumbre, a ninguna inquietud, a ninguna necesidad de los hombres». Pero esas necesidades no son abstractas; tienen nombre y apellido. La verdadera labor universitaria exige que el profesor no sea un burócrata de la docencia, sino un maestro de vida, que se preocupa por la «formación enteriza» de las personalidades jóvenes.
¿Qué significa esto en la práctica? Significa que debemos recuperar la tutoría —así lo llama Newman; nosotros lo hemos llamado mentoría o asesoramiento académico— que no podemos ver como un trámite administrativo, sino como un espacio de encuentro y crecimiento. Significa mirar al alumno y ver en él una promesa y un destino eterno. San Josemaría insistía en que la educación debía fomentar la libertad personal, enseñando a vivirla con responsabilidad y amor. No queremos formar piezas de un engranaje, sino mujeres y hombres con criterio, capaces de pensar por sí mismos y de comprometerse con el bien común.
Como nos dice el Papa León XIV, «toda autoridad educativa es ante todo un servicio al desarrollo integral de la persona». El profesor universitario está llamado a ser un testigo de sabiduría en el aula, pero también un mentor cercano a sus alumnos fuera de ella. Podemos preguntarnos: ¿Conocemos a nuestros alumnos? ¿Nos importan sus anhelos, sus dudas, su futuro? La universidad sapiencial se construye en el «tú a tú» —cor ad cor loquitur diría Newman— en esa caridad intelectual que sabe exigir porque sabe amar.
III. El trabajo como servicio y santificación
Para llevar a cabo esta gran tarea, no basta con la competencia técnica; hace falta una disposición interior, una ética del servicio. Aquí es donde el mensaje de San Josemaría sobre la santificación del trabajo adquiere una relevancia capital para nosotros.
Él nos enseñó que «el trabajo nace del amor, manifiesta el amor, se ordena al amor». Nuestra labor docente e investigadora, realizada con la mayor perfección humana posible —porque a Dios no le podemos ofrecer cosas mal hechas— es el medio privilegiado de nuestra propia santificación y del servicio a la sociedad. Al preparar una clase, al corregir un examen, al escuchar a un alumno en una actividad de mentoría, ustedes están abriendo de manera muy eficaz «los caminos divinos de la tierra».
Esta visión trasciende el mero éxito profesional. Como recordaba Benedicto XVI, una buena universidad de inspiración católica debe ayudar a sus alumnos a acercarse a Dios —a ser santos, decía más directamente— no solo buenos profesionales. Y para esto, el profesor debe aspirar a esa misma coherencia de vida. El Papa León XIV, en la solemnidad del pasado 1° de noviembre, nos pedía que a los profesores que brilláramos «como haces de luz en el mundo», gracias a la autenticidad de nuestro compromiso en la investigación coral —usaba esta palabra— de la verdad y a nuestro servicio a los jóvenes.
Conclusión: laboratorios de esperanza
Queridos profesores: la tarea es difícil. A veces, los retos actuales —la indiferencia, la crisis cultural, la presión por la eficiencia— pueden parecer superiores a nuestras fuerzas. Pero no permitamos que el pesimismo nos venza.
Nuestras universidades deben ser, como diría el Papa, «laboratorios de esperanza». No estamos aquí para gestionar la decadencia, sino para generar una cultura nueva. Una cultura que, inspirada en el carisma de figuras como John Henry Newman y Josemaría Escrivá, integre la fe y la razón, y ponga a la persona en el centro.
Podemos abrazar esta misión con renovada alegría. Que nuestras salas de clase sean espacios donde se busque la verdad con pasión. Que nuestras oficinas sean lugares donde cada estudiante se sienta conocido y valorado. Que nuestra investigación sirva para aliviar los sufrimientos de la humanidad y promover la justicia.
Termino haciendo mías las palabras de León XIV al inscribir a Newman en el catálogo de los doctores: que su ejemplo nos sirva de inspiración para realizar —por medio de la investigación y del conocimiento— ese viaje que “nos hace pasar per aspera ad astra, a través de las dificultades, hasta las estrellas”.